LA FONDA DE LA CONFIANZA
El por qué de nuestro nombre
La Fonda de la Confianza abrió sus puertas y extendió sus manteles en abril de 2021. Antes, lógicamente, hubo que solventar problemas de todo tipo y sortear multitud de pequeños y grandes enredos. Uno de ellos, si no el principal, nada baladí, era el de bautizar el local con un nombre que evocara la filosofía del proyecto.
Aquel año era el centenario de la muerte de la coruñesa Emilia Pardo Bazán, novelista, poeta, dramaturga, periodista, ensayista, crítica literaria, traductora, editora, catedrática, conferenciante e introductora del naturalismo y del relato gótico en España.
Mundialmente famosa ya por varias de sus novelas, como La Tribuna (1882); La cuestión palpitante (1882); Los pazos de Ulloa (1886); La madre Naturaleza (1887); Insolación (1889); La piedra angular (1891); Memorias de un solterón (1896); El encaje roto (1897), en 1905 se animó a redactar un interesantísimo y denso prólogo para la obra La cocina práctica, de abogado y político coruñés Manuel María Puga y Parga, quien como divulgador y crítico gastronómico firmaba como Picadillo.
Años después, se convertiría en autora de dos libros fundamentales en la historia de los recetarios literarios españoles: La cocina antigua, publicado en 1913, y La cocina moderna, en 1918.
En ambos, la Condesa de Pardo Bazán, de forma totalmente pionera, incluye, al más alto nivel, la cocina y la gastronomía en el ámbito de la cultura, la historia y la idiosincrasia colectiva, y en el prólogo del primer volumen dice: “La cocina, es, en mi entender, uno de los documentos etnográficos más importantes (…) Hay platos de nuestra cocina tradicional que no son menos curiosos ni menos históricos que una medalla, un arma o un sepulcro.”
Se decidió entonces, por esta y por otras razones, que el nombre, el estilo, el alma y el buen hacer de nuestro local, debería inspirarse en su figura, pero había que dar con algo concreto que la rememorara y tal se encontró en Insolación, novela ambientada en Madrid, donde se relata la historia amorosa de la aristócrata Francisca de Asís Taboada, marquesa viuda de Andrade, con Diego Pacheco, mucho más joven que ella, de buena familia pero afamado como conquistador y calaverón. Un tema muy atrevido para su época y por el que recibió algunas duras críticas, incluidas las de figuras de nuestra literatura, como Leopoldo Alas, Clarín o José María de Pereda.
El simpático crápula y tronera Pacheco la invita a pasear por los puestos verbeneros de la Pradera de San Isidro y ahí comienzan las dudas y vacilaciones de la dama, que se siente irremisiblemente atraída hacia él, pero el romance pasional estalla días más tarde, cuando la pareja se desplaza a Las Ventas de Espíritu Santo, un abigarrado conjunto de tabernas, mesones, ventas, ventorros y tugurios, sito al pie del camino que conducía al Cementerio del Este o de la Almudena, y donde los deudos del ocasional finado, a la vuelta del entierro, hacían suya la filosofía de “el muerto al hoyo y el vivo al bollo”.
Un año antes, en 1897, Doña Emilia ya había escrito sobre el lugar en La Ilustración Española y Americana, donde pintaba este paisaje: “Aumenta la amenidad de aquellos lugares el continuo ir y venir de carrozas fúnebres por delante de los merenderos. Allá lejos, sobre una colina de poca altura, en medio de la desolada aridez de los campos que se extienden al Oriente de Madrid, destácase la mancha oscura del cementerio del Este. A las Ventas llega de cuando en cuando el tañido lúgubre de la campana del camposanto. El regreso de los carros mortuorios causa una impresión extraña, en la que se combina lo repugnante y lo lúgubre con lo grotesco. Los cocheros, con sus ridículas libreas desabrochadas, con el sombrero cubierto de polvo, sonrientes, cínicos, arriman los carruajes a los “tabernáculos” de las Ventas, y en lo alto del pescante échanse al coleto abundantes tragos, mientras los lacayos, tan ridículamente vestidos como los cocheros, trincan también alegremente, y bromean o retozan con las ninfas de fregadero que frecuentan las riberas del Abroñigal”.
En Insolación hay una escena que empieza describiendo la llegada de la pareja al puente que atravesaba el arroyo Abroñigal, desde el inicio de la década de los 70 soterrado y convertido en vía de circunvalación de Madrid con el nombre de M-30: “Llegaron al puente, y detúvose el simón ante el pintoresco racimo de merenderos, hotelitos y jardines que constituye la parte nueva de las Ventas.
-¿Qué sitio prefieres? ¿Nos apeamos aquí? -preguntó Pacheco.
-Aquí… Ese merendero… Tiene trazas de alegre y limpio -indicó la dama, señalando a uno cuya entrada por el puente era una escalera de palo pintada de verde rabioso…
Sobre el frontis del establecimiento podía leerse este rótulo, en letras descomunales imitando las de imprenta, y sin gazapos ortográficos: -Fonda de la Confianza. -Vinos y comidas. -Aseo y equidad.- El aspecto era original y curioso. Si no cabía llamar a aquello los jardines aéreos de Babilonia, cuando menos tenían que ser los merenderos colgantes”.
Tras la lectura de estas líneas decidimos que nuestro restaurante se llamaría La Fonda de la Confianza, como aquella, alegre y limpia, con aseo y equidad.
Y aquí estaremos hasta que ustedes lo consideren oportuno.